viernes, 29 de junio de 2007

El arte, las monedas y la calle

Una niña grita y sale corriendo cuando lo ve moverse, su madre la toma por la mano, se ríe y pone una moneda en la ranura de una lata que está en el piso. Detrás de la lata, hay un pedazo de cartón que dice: “Apoya el arte”. El sol hace brillar su cuerpo por instantes. Tiene lentes negros y algo plateado cubre su piel. Simula que corre sin bajarse del balde en el que está de pie todo el día. Se detiene, unos pasos de break dance, sonríe levemente, extiende su puño despacio y toca la mano de la pequeña. Algunos lo conocen como Robocop, otros como la Estatua Humana, él prefiere ser llamado El Maniquí. Cobra vida cuando alguien deja unas monedas para ver la función.
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Waldir Márquez se fue de su casa en Bucaramanga a los 17 años porque tenía problemas con sus padres. No logra precisar qué era lo que pasaba con su vida en aquel tiempo, y solo dice que se aburrió de todo y por ello un día salió de su aposento en la mañana para no volver más. “Yo me fui de caminante”, recuerda mientras mira una pared del hotel San Rafael, donde vive, en el centro de la ciudad.

Estuvo mucho tiempo viviendo en las calles, arropándose con la sombra de algún puente, comiendo muy poco, y caminando por la ciudad bonita en busca de algo con qué sostener sus días.

Así conoció a Germán, un tipo que se disfrazaba de Faraón en las principales calles de Bucaramanga. Waldir lo miraba todo el día intentado aprender a moverse como él.

Después de un tiempo de estar practicando con su amigo por las noches, Germán lo llevó a una escuela artística en Bucaramanga. Allí, Waldir aprendió lo que la calle no pudo enseñarle, estudiaba y trabajaba. Después empezó a viajar por todo el país, cada calle era un escenario, cada parque y esquina, los lugares perfectos para que comenzara la función.
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“Él hace cultura para gente que sabe apreciar lo bonito, cosas bonitas como las que hacia Da Vinci” Dice Roberto Ramos cuando la tarde comienza a caer sobre la calle 44 con 38, en el centro de Barranquilla. Roberto Vende tintos en la misma acera donde trabaja Waldir. Tiene un jean azul y una camisa a cuadros. Roberto puso unas monedas en la lata de su vecino, como lo hace todos los días para verlo moverse unos minutos antes de irse a casa.

Eran las cuatro y media. Muchas personas se habían detenido a verlo. Al parecer esa fue una buena tarde. El cielo estaba nublado y unas gotas empezaron a caer. Waldir se volvió hacia mí y me dijo que ya era hora de irse. En la lata podía haber de 25 a 30 mil pesos.

Caminaba a su lado y él no dejaba de elogiar su trabajo, diciendo todas las cosas que era capaz de hacer y que nadie más podía. Hablaba también de las mujeres que se le acercan todos los días a darle un número telefónico, además de los halagos y las miradas sorprendidas de los niños cuando da un paso más antes de tocar sus manos.

Las personas que trabajaban en el Paseo Bolívar recogían sus cosas para que no se mojasen. Él se acercó a una mujer en la acera, le dio un beso sin que ella se diera cuenta, luego sonrió y corrió un poco. La saludó desde lejos y dijo que era su amiga, la conoció hace poco y le parecía muy atractiva.

Llegamos a la iglesia de San Nicolás y bajamos unas cuadras por la calle 32 hasta llegar al hotel. Donde cada noche cuesta 5 mil pesos y Waldir debe tres. Las escaleras eran rojas, un tanto empolvadas, una reja enorme cerraba el paso a el corredor que llevaba a los cuartos.

Cuando entramos Waldir le dijo al portero que le hacían una entrevista porque querían contar la historia de su arte. Después se acercó a un muchacho moreno que estaba en uno de los corredores arreglando un par de zapatos, para contarle lo mismo. El portero y el joven no lo miraban mientras hablaba, y seguían con sus oficios sin importar la emoción del artista. Waldir parecía no darse cuenta.

El hotel era un tanto oscuro. Del piso al techo había como tres metros. Parecía un lugar construido para gigantes. El color de las paredes era un amarillo tenue desgastado por el tiempo, mucho polvo en todo el piso, y por la ventana del corredor se veía una mujer en la calle que vestía de negro, en la esquina. Waldir no sabía qué hacía ahí todos los días, pintorreteada en exceso y caminando de un lado a otro.

Se quitó el maquillaje que se aplica por las mañanas: gel para peinar mezclado con un polvo químico llamado Aluminio Brillante, que lo venden en una droguería cercana.

Waldir es moreno, tiene un tatuaje del Demonio de Tasmania en el pecho, un dragón en el hombro, y una telaraña en el cuello. Sus ojos son negros y hundidos.

Miró a su mujer, quien estaba de pie junto al marco de la puerta del cuarto, que era de tres metros por cuatro. Adentro, había una pequeña cama de sábanas rotas, una estufa eléctrica de dos fogones y un cable que atravesaba toda la habitación para colgar la ropa.

“Solo me desespero cuando pienso en ella, ella es la que me hace volver a la casa, por la que salgo todos los días, por la que no me he ido de esta ciudad a viajar otra vez por ahí, como un loco, ella es la única familia que tengo”.

Astrid lo conoció en la calle 30, le dio unas monedas y días después él la encontró en un restaurante donde trabajaba de mesera. Ahí le preguntó que si lo reconocía sin maquillaje y ella sonrió. Siguieron viéndose cuando ella pasaba por la calle, o cuando él la recogía en el restaurante al final del día para acompañarla a casa.

El día se había terminado y Waldir estaba sentado sobre el balde en el que pasó de pie toda la tarde: “¿Sabes algo? Cuando yo estoy como todo el mundo, sin maquillaje, así como tú ahora, no soy nadie, no existo, soy uno más. Yo soy esto, soy este traje, cuando estoy así la gente se detiene a ver mi arte, soy el más importante, soy famoso, así sea solo por un rato”.

Foto: Vanessa Romero.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Me ha encantado esta entrada. Estos personajes nos recuerdan quiénes somos y lo valioso de nuestra luchadora gente colombiana. Bacana tu crónica.

Anónimo dijo...

Es un trabajo muy duro, en mi ciudad, cuando deja de hacer tanto frío abundan las estatuas humanas: hay uno que es una especie de hindú completamente rojo, unos robots de traje plateado y pelo brillante y de variados colores, también hay una duendecita, es una chica muy bonita de facciones asiaticas, me gusta ver como realiza sus movimientos, es tan sutil y delicada...
Admiro a esos personajes de la calle al igual que al mimo que hace de las suyas dirigiendo el transito y mofandose de los peatones.
Me gusta lo que muestras al mundo, Mario...



Cordialmente invitado a mi nuevo blog

Anónimo dijo...

Hola Mario, cómo estás? Por aquí de visita en tu blog, amigo colega. Y déjame decirte que tus crónicas me impresionan porque logran acercarme a esos escenarios que tú reporteas.
Esta crónica me ha conmovido porque muestra a un ser humano que ha escogido un camino difícil para sobrevivir, pero finalmente ésa ha sido su elección de vida y no otra, se dedicó a ser estatua por convicción y amor al arte y no por opción de subempleo, como muchas de la estatuas que vemos en las calles de Bogotá.
Saludes y felicitaciones por ese talento para la escritura!!

Unknown dijo...

alberto, te felicito por tu cronica y tu narrativa, te juro que iba imaginando cada momento en mi mente mientras leia y sentia que estaba ahi, porque yo estube ahi cuando lo vimos por primera vez, nunca deja de impresionar todas las historias tan interesantes que hay detras de una persona del comun. sigue asi.

Yamabushi dijo...

Hola, de nuevo yo, pero esta vez quiero hacerte un aporte, una observación. Es un trabajo serio y bien hecho, tan bien hecho que te lleva hasta la intimidad, llegas a la sala de la casa provisional en la que vive y nos cuentas quien es el hombre detrás del personaje. Lo unico que veo a veces, es que las listas tienen fugas, es decir parece ser que en la edición pequeños detalles quedan demasiado rígidos, algo fríos. Pero no es por falta de talento, tal parece que es cuestión de un estilo que estás desarrollando. Las listas de detalles observados son geniales, pero a veces se siente demasiado plano, homogeneo.

Te repido Alberto, meterte hasta la casa del tipo y hacer vinculos habla bien de tus habilidades periodísticas. Eso y como lo dices.
Lo otro viene cuando rompas tus propios esquemas e intentes otros... una recomendación: Gonzo journalism.

http://narradorinterpretativo.blogspot.com/

Estefanía M. dijo...

hey, que bacano. Mi mamá trabaja en la fiscalía, y cada vez que voy a su oficina soy una de las que se queda mirando. Luego le echo una moneda, él se mueve y me da la mano. Me muero de la emoción cada vez que lo hace, ¡me siento como una pelaita!. Ahora conozco un poco más de él... eso le quitó un poquito de magia al señor-plateado-que-me-da-la-mano-cada-vez-que-le echo-una-moneda, pero me parece fantástico que se fijen en personajes como ese.